Vertimiento de salmones y falta de precaución de los órganos públicos

Opinión de Christian Paredes e Ignacio Martínez, abogados de la Fundación Terram.


Recientemente la Corte Suprema, conociendo de un recurso de protección, resolvió la ilegalidad de la actuación de diversos órganos públicos involucrados en el vertimiento de 9.000 toneladas de salmones muertos, en descomposición, mar adentro en las costas de Chiloé, llevado a cabo en marzo de 2016.

En su fallo (Rol N° 34.594-2017), el máximo tribunal oscila fundamentalmente entre dos grandes argumentos: por una parte, la carencia de antecedentes técnicos que permitiesen justificar el vertimiento en la magnitud autorizada, falta de razonabilidad atribuida a la Directemar y a Sernapesca; y por otra, la omisión en el cumplimiento de los deberes legales y reglamentarios de fiscalización y control que pesan no solo sobre las mencionadas autoridades, sino que también sobre la Superintendencia del Medio Ambiente y la autoridad sanitaria.

En un sentido similar, se dirigen también los cuestionamientos al Ministerio del Medio Ambiente por su pasividad en el ejercicio de su competencia de velar por el cumplimiento de convenciones internacionales de las que Chile es parte en materia ambiental, específicamente, del Convenio sobre Prevención de la Contaminación del Mar por Vertimiento de Desechos y otras materias, y su Protocolo (mejor conocidos como Convenio y Protocolo de Londres, respectivamente). Con base en estos antecedentes, el máximo tribunal entendió afectado el derecho de los recurrentes a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, ordenando a los órganos recurridos la adopción “en el plazo de dos meses [de] las medidas preventivas, correctivas y de coordinación de los procedimientos por los que cada uno deba regirse”.

Más allá de la objetiva posibilidad de restablecer, a esta altura, el derecho de los afectados a vivir en un medio ambiente libre de contaminación mediante las providencias ordenadas, desde Fundación Terram compartimos y valoramos la presente decisión jurisdiccional por dos razones, al menos. En primer lugar, porque releva la exigencia de coordinación administrativa como un estándar para satisfacer el criterio de legalidad de la actuación que sectorialmente despliegan los órganos públicos. En segundo lugar, porque enfatiza una vez más la fuerza normativa de los principios jurídico-ambientales al referirse específicamente a la importancia del llamado “principio precautorio o de precaución”. Este último, en su esencia, impone frente a un riesgo o peligro de daño grave e irreversible la adopción de medidas eficaces tendientes a su disminución o erradicación, aun existiendo incertidumbre científica sobre los efectos de la actividad en cuestión. Al respecto, estima la Corte que tal principio “ha de regir toda decisión que arriesgue una afectación de la vida y la salud de las personas y de los animales, o del medio ambiente” (considerando 13°), en términos que los órganos recurridos deben hacia el futuro propender “a una reacción oportuna y eficaz para evitar los riesgos para la salud de la población y los daños al medio ambiente”.

Sin perjuicio de lo resuelto, resulta pertinente recordar que, para el presente caso, el referido principio puede ser desprendido no solo de los instrumentos internacionales invocados por el máximo tribunal –el Convenio de Londres y su Protocolo– sino que, menos remotamente, de la propia Ley General de Pesca y Acuicultura. En efecto, siendo el objetivo declarado de esta última ”la conservación y el uso sustentable de los recursos hidrobiológicos” (artículo 1° B), desde el año 2013 (Ley N° 20.657) dicho cuerpo normativo consagra expresamente tanto el referido principio precautorio como el llamado “enfoque ecosistémico”, principios ambos que, por imperativo legal, deberían ser efectivamente considerados por la autoridad sectorial competente al momento de adoptar decisiones en la materia, imponiéndoles un mayor estándar de justificación técnica en los actos formales que emitan. Así lo ha reconocido, de hecho, la Corte Suprema, la que, confirmando una sentencia del Tercer Tribunal Ambiental (Seafood S.A. contra Director Ejecutivo del SEA), ha señalado que el citado objetivo de protección ambiental de la Ley General de Pesca y Acuicultura “no constituye una mera declaración de principios o expresión de deseos, sino que debe servir de guía y de elemento de interpretación a la hora de aplicar su normativa” (Rol N° 27.932-2017), como de hecho debió haber ocurrido al autorizar el vertimiento de los salmones.

El pronunciamiento del máximo tribunal llama a reflexionar sobre el carácter orientador del sentido de la actuación estatal que estos principios revisten, y junto con ello, sobre los enormes desafíos que todavía persisten en cuanto a su efectiva aplicación en la adopción de decisiones públicas, al menos, en lo que a materia acuícola se refiere. De cara a lo anterior, se hace necesario que estos principios, incorporados a la regulación pesquera y acuícola hace ya más de cinco años, sean progresivamente operativizados por las autoridades marítimas, pesqueras, ambientales y sanitarias, para evitar que eventos como el ocurrido en Chiloé en marzo de 2016 se vuelvan a repetir debido al deficiente funcionamiento del aparato estatal.

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