Similar a la amenaza nuclear en la Guerra Fría: La angustia y ansiedad que genera la crisis climática

Smoke is discharged from chimneys at a coal-fired power plant of China Guodian Corporation in Datong city, north China's Shanxi province, 17 March 2018. In a dramatic televised announcement, the Chinese government declared it was waging a "war on pollution". That was in 2014. Four years later, the numbers are in: China is winning. It means big things for its people: if these reductions in pollution are sustained, the average Chinese citizen will add almost 2.5 years to their life expectancy. The Energy Policy Institute at the University of Chicago (EPIC) analyzed daily data from over 200 monitors across China from 2013-2017. The country's most populated cities have cut concentrations of fine particulates in the air by an average of 32 percent in just four years – most are meeting or exceeding goals outlined in their 2013 Air Pollution Prevention and Control Action Plan, a $270-billion initiative with plans to reduce particulate air matter in the most densely-populated cities. An additional $120 billion was set aside to fight pollution in Beijing. The country pledged to meet reduction goals by reducing the nation's dependency on coal, controlling vehicle emissions, increasing renewable energy generation, and better enforcing emissions standards. The government also increased its transparency in sharing information with the public.

Expertos señalan que el mundo se encuentra nuevamente a la espera del desastre. "Hay una diferencia importante: no es un misil que va a caer y nos va a perjudicar de forma visible, sino que hay un proceso gigante que incide en cada uno de nosotros", aseguran. Fuente: Emol, 12 de septiembre de 2019.


Basta con una búsqueda rápida en Twitter: «El cambio climático me genera mucha angustia y temor», «Arranqué con un libro sobre transformaciones del cambio climático. El nivel de angustia que me dio…», «Cuando hablo de angustia por los problemas del mundo no me refiero a llorar tres minutos con un video del cambio climático: es no poder disfrutar de cosas, pasar días enteros con dolor en el corazón porque sabes que no puedes hacer nada». No son los únicos.

«Llega un punto en el que te angustias: eres una gota en el mar y esto nunca se resuelve, sino que sigue aumentando», explica el psiquiatra y director ejecutivo de ProCultura, Alberto Larraín. De lo que habla es de un efecto colectivo, que empieza a recién a estudiarse: los efectos emocionales que la crisis climática está generando en la sociedad.

Es algo que él ha experimentado en la fundación que dirige y que se dedica a utilizar el patrimonio cultural como herramienta social. «Yo mismo me pregunté por qué estaba restaurando edificios en este contexto. Fue tanto que abrimos el área de Patrimonio Natural y Sustentabilidad. Dijimos: no sacamos nada con seguir haciendo esfuerzos por levantar patrimonio, y es una reflexión que en diez años nunca habíamos hecho», cuenta.

En las últimas semanas, Larraín ha estado leyendo sobre el tema. «Es reciente y no hay muchos estudios todavía, pero en zonas que hoy están contaminadas se ha empezado a acuñar el término de ‘sufrimiento ambiental'», cuenta. «Hay casos de gente que ha tenido intentos de suicidio en relación al cambio climático: era tanta su angustia y desesperanza que empezaban a sentir que era mejor terminar con eso rápido», dice.

La semana pasada, una noticia similar circuló en la prensa chilena: un criancero de Putaendo se quitó la vida, lo que se atribuyó a la sequía que sufre la zona y que lo habría tenido angustiado por la situación de sus animales.

«En el fondo es el fin de su vida y no solamente porque el ganado haya sido su fuente laboral, sino porque era el fin de una forma biográfica de relacionarse con el mundo. Si se acaba el pastoreo, hay que reconvertirse, y él tenía más de 80 años. ¿Cómo lo hace? Es un tema muy difícil», comenta, y advierte: «La desesperanza es brutal».

La sociedad de la incertidumbre

El escenario, según el sociólogo e investigador adjunto de COES, Ricardo Rivas, se puede comparar con el que enfrentaba el mundo a partir de los años ’70 y que se bautizó como «sociedad del riesgo». «Surge después de la posguerra, principalmente con las amenazas nucleares en plena Guerra Fría, porque se empieza a reflexionar respecto a las externalidades negativas de la modernidad», cuenta a Emol.

«En la Guerra Fría estaba todo el mundo con ansiedad y preocupación porque en cualquier momento se ‘apretaba el botón’. Con el cambio climático hay una diferencia importante: no es un misil que va a caer y nos va a perjudicar de forma visible, sino que hay un proceso gigante mucho más lento, que sabemos que incide en cada uno de nosotros, pero en el que al mismo tiempo no podemos incidir», cuenta.

«No es un fenómeno individual, sino que también hay aspectos sociales. Posteriormente algunos autores prefieren hablar de la ‘sociedad de la incertidumbre’ más que del riesgo, porque el riesgo de alguna forma lo conoces, saber de qué te tienes que cuidar, pero acá hay algo que sabes que puede existir, pero no sabes con certeza qué puede pasar ni cuándo», explica.

En 2016, una encuesta del Ministerio de Medio ambiente quiso medir la percepción social en torno al cambio climático. El resultado fue que 9 de cada 10 personas consideraron que sí estaba ocurriendo y que sí era causado por la actividad humana. Cerca de un 70% de los encuestados declaró sentir temor o preocupación por el tema, una cifra similar a la que considera que se trata de un fenómeno que estaría fuera del control personal.

«Esa asimetría que nos enfrenta como sujetos a procesos casi ingobernables nos produce probablemente lo que los psicólogos llaman ansiedad», dice Rivas. «Estamos impávidos frente a este proceso y sintiendo mucho miedo, pero a la vez no creyendo que podamos incidir en él».

«No hay un futuro»

Para el psiquiatra y académico de la U. Diego Portales, Adrian Mundt, la crisis climática es un estresor adicional a los que ya existen en la sociedad moderna, como el estrés laboral, el que se asocia a vivir en una urbe y el que dice relación con la tecnología. «Hay un estrés relacionado a la subida gradual de las temperaturas, al deterioro del aire, a no poder hacer actividades físicas al aire libre», comenta.

«Lo que experimenta la gente se traduce en trastornos ansiosos, anímicos reactivos, depresiones leves y moderadas, y también al consumo de sustancias», asegura. «Es una sensación de desesperación, de impotencia, de desesperanza. Puede manifestarse en insomnio, preocupaciones crónicas, ánimo bajo, falta de energía y angustias, que pueden ser intermitentes o permanentes».

Larraín complementa: «Es bien distinta la sensación de angustia que se puede tener si vives en una ciudad como Santiago o si vives en una zona que ya está saturada de contaminación y con cambios visibles», dice. Asegura, también, que cambia el efecto dependiendo de la edad de la persona.

«Hoy es muy frecuente escuchar a gente más joven diciendo que no van a tener hijos por el tema del cambio climático. Eso es importante, porque una sensación de que no hay futuro no solamente produce angustia, sino que empieza a generar cambios dentro de los proyectos de vida. ¿Qué sentido puede tener hacer un posgrado si al mundo no le quedan más de 20 años? ¿O hacer proyectos a largo plazo?», plantea.

Negar la existencia de la crisis, señala Rivas, es una manera de evadir esa angustia. «Otra forma es pensar que los seres humanos siempre hemos resuelto nuestros problemas y que lo podemos superar de la mano de la tecnología, que es un mirada incluso un poco cínica. Las organizaciones están preocupadas por estas falsas esperanzas», comenta.

La memoria familiar

«Yo lo que veo es angustia, incertidumbre, ansiedad, rechazo, molestia y violencia por esto mismo: ¿Cómo llegamos a esto? ¿Cómo vamos a salir de aquí? ¿Quién nos va a sacar?», dice el académico de la U. Austral, Hugo Romero, que se dedica a trabajar con comunidades indígenas en conflictos medioambientales.

En su labor, el también investigador de COES dice que ha podido ser testigo de este fenómeno. «La forma de medir que esto está cambiando está dada por la memoria de sus familias», señala, y cuenta un ejemplo: un grupo de jóvenes aymara que han recogido los relatos de sus abuelas acerca del mundo andino en la década de los ’60.

«Les genera un contraste gigantesco el relato de los pueblos precordilleranos con producción agrícola. Ellos hablan del olor a alfalfa y orégano porque está en la memoria de sus familias, pero cuando van arriba se encuentran con una situación distinta: no hay gente, los pueblos están secos», cuenta.

Lo mismo ocurre en el sur. «Estuve en Punta Arenas y una persona me contaba que ya no cae nieve, o que ‘no cae como antes’, entonces ya no ocupan los trineos, que era algo muy significativo desde su niñez. Cuando dijo ‘trineo’, todos los que estaban cerca lo reafirmaron. ‘Es verdad, ya no los ocupamos'», recuerda.

Con él concuerda Bárbara Olivares, académica de la Escuela de Psicología UDP. «Hay niños en Petorca que crecieron viendo que de la llave no salía agua o que en la escuela había horas donde no se podía tirar la cadena», comenta. «Hay niños que escucharon de sus padres que se bañaban en el río, pero nunca han visto uno».

El efecto en la infancia

Olivares centra su análisis en ellos: los niños, niñas y adolescentes. «Ellos reciben los efectos concretos de las decisiones de los adultos y también son quienes generacionalmente van a recibir los efectos más directos del cambio», señala. En ellos, como muestra el estudio que elaboró la Defensoría de la Niñez sobre los afectados por la emergencia ambiental en Quintero y Puchuncaví, los efectos emocionales también son intensos.

«Lo primero que se ve es que los servicios públicos no les creyeron y el efecto fue que se angustiaron más. También hubo un cambio en las formas de apropiarse del entorno que los perjudicó, porque dejaron de salir a jugar. La forma de cuidado de las familias fue restringirles que salieran de la casa», cuenta. «Un niño que deja de jugar es uno que va a tener dificultades para establecer relaciones sociales, aprender a cuidarse, los limitan en términos de despliegue motor».

Otra población que percibe como afectada es la de los hijos de familias migrantes, un fenómeno que aumentará con las consecuencias de la crisis climática. «La mayoría de ellos no sabe por qué migraron, porque se trata de decisiones ‘adultas’ donde los niños no participan. El efecto es mucho malestar y angustia», agrega.

Larraín añade otra arista. «¿Qué implica para un niño crecer en una zona que se llama ‘de sacrificio’? ¿Como se construye él como ser humano si el lugar donde vive está validado como sacrificado? Es tremendamente agresivo y brutal. En ese sentido, la sensación es principalmente una de muerte», señala.

Aunque reconoce que el discurso que se instala en torno a la crisis puede sonar «tremendamente angustiante», el psiquiatra dice que existe una salida. «La forma de mantenerte en pie es sentirte parte de una red que está trabajando en lo mismo. Cuando yo me desgasto y me canso, lo que hago es recordarme que hay otra persona en otro lugar que está haciendo lo que yo», cuenta. «No soy capaz de sostenerme por mí mismo. Es la red colectiva la que, al final, te sostiene».

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